El problema radica en que mi cuerpo no disfruta lo mismo que mi paladar. Órganos diferentes, con diferentes visiones de mundo fueron conectados por el esófago en uno de esos chistes crueles de la naturaleza.
Alcohol, vertido por los dulces campos de mi boca brota como fuentes de almíbar que bailan entre mis dientes, burbujeantes y frías mariposas revolotean en mi paladar impregnadas de esa juguetona esencia. Delicia.
Pero no tardan mucho en caer a lugares inhóspitos, donde la bienvenida queda faltando. Se apagó la luz. Terminó la fiesta. Duró poco en esos instantes de placer al inicio del recorrido, pero así como la leche regada en la mesa debe gotear hacia la alfombra dibujando paisajes nubosos, así también la gravedad hace lo suyo y cae el pegajoso líquido a las remotidades sucesoras de la garganta.
Comienza entonces la batalla: La cabeza, con su explosión, se suma al lado del sistema digestivo, y juntos protestan a los labios su enamoramiento con el pico de la botella, su debilidad frente al dulce almíbar de la caña. Pancartas y gritos, huelgas y quejas. Las extremidades, ojos, cuello, se alínean contra la boca, se esconden en la trinchera esperando el momento oportuno para disparar quejas y achaques.
En esta guerra corporal de bandos divididos parece sólo quedar la piel acompañando a la boca en el equipo juguetón, que a pesar de no poder contrastar los ataques fervientes de sus vecinos, encuentra en la situación mucho humor y simpatía. Después de todo, sonríen pícaramente los labios...valió la pena.
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