jueves, 26 de noviembre de 2009

Ya dejé de ir contra la naturaleza

Ulises Arburola se levantó ese día descobijado y agitado, con la garantía de cotidianidad que le ofrecía su frente empapada en sudor y su respiración asmática. Amaneceres mojados eran un tema recurrente en el historial médico de Arburola, un caso clínico que a falta de explicación había terminado por aburrir a los doctores. Incluso el mismo Ulises había terminado por entender que si en 21 años de vida no había logrado vencer la excesiva sudoración e insuficiencia pulmonar tenía que ser porque eran parte de él. A veces jugueteaba imaginando que su destino en realidad era ser manguera o fuente de parque, llenando cada espacio con su líquido vital.

Rememorando el sueño acuático que lo había llevado a la cama hace 12 horas exactamente, Ulises abría ahora los ojos para descubrir que se había convertido en pez.

“Hoy no es día para juegos” - balbucea el pez-, mientras se reincorpora laboriosamente con sus aletas en la cama y se dispone a finalizar este sueño recurrente. Cierra los ojos y se prepara para realizar el esfuerzo consciente de hacer desaparecer una por una sus escamas, y recobrar las extremidades que le permitan levantarse de la cama y afrontar las consecuencias de presentarse al trabajo con dos horas de retardo injustificado.

8:30 a.m. marca el despertador, y deja entrar la cortina un rayo de calor que evidencia la manifiesta tardanza que lleva Arburola para el trabajo. Se deja iluminar un uniforme oscuro que descansa en la silla del escritorio, aplanchado y pulcro, con sus siglas en inglés, su olor a fábrica y las facturas pendientes acumuladas en los bolsillos.

Tendido en la cama, con los ojos cerrados y ecuánime concentración, Ulises Arburola inspecciona su cuerpecito blando y cartilaginoso. Palpa con sus frías aletas, otrora brazos, un vientre abultado y rígido, tornasolado en azules y morados, compuesto de suficientes piezas escamosas para formar un patrón simétrico alrededor de su ser. Sus ojos se han distanciado permitiéndole ahora un rango de visión hacia uno y otro lado de la perfilada cabeza que ahora sería capaz de cortar el agua afilada con una precisión de diamante, un diseño hidrodinámico envidiable de verdad.

Pero ahora no es momento de alabar diseños –pensó- sino de llegar al trabajo, de calzar las botas en las aletas de alguna manera, y disimular la cara de pez. O por lo menos levantarse de la cama, que una vez resuelto esto pensaría en lo demás.

Invocando luchas anteriores, buscó dentro de sí la fuerza para derretir sus escamas y revelar una piel tersa y seca. Sin éxito. Intentó juntar sus ojos de nuevo, en una cara que poseyera nariz y labios. Pero no lo logró. Focalizó entonces todos sus esfuerzos en dividir cada aleta en 5, recobrando así sus dedos, pero falló. Intentó gritar desesperadamente a todo pulmón pidiendo auxilio, pero lo único que logró producir fue un...“blop”.

Entonces comprendió. Hoy no era el día en que Ulises Arburola iba a salir caminando de ahí. Un escalofrío demoniaco le erizó el espinazo, y cada una de las demás espinas; desde la cola hasta la aleta dorsal. Comprendió por qué siempre le habían producido mala vibra los gatos, fascinación las piscinas y por qué nunca había podido comer ceviche sin sentir una profunda culpabilidad.

Y lloró. Lloró como nunca había llorado, sin parar para sollozar vertió lágrimas de profunda felicidad. Se despidió de sus angustias, se despojó de su uniforme con olor a fábrica transnacional, se libró de su familia, sucumbió ante el deseo indómito que siempre le había producido lo salado, lo azul, y lo mojado. Intentó respirar encontrando que sus asmáticos pulmones ya no funcionaban, ¡pero porque ahora tenía branquias!. Hizo un último esfuerzo por hablar pero al escuchar los balbuceos que producía su boca sin labios se rindió con una sonrisa de estúpida alegría, y lloró sonriendo, como sonríe un pez, como si no sólo de sus ojos sino de todas sus escamas brotaran lágrimas de inconmensurable alegría, excesiva sudoración que poco a poco fue llenando el cuarto hasta el cielo raso, chorro a chorro.

La habitación entera se convirtió en una enorme pecera; y Ulises finalmente pudo nadar en su propia felicidad.

miércoles, 18 de noviembre de 2009

Chistes crueles de la naturaleza: Tomar.

El problema radica en que mi cuerpo no disfruta lo mismo que mi paladar. Órganos diferentes, con diferentes visiones de mundo fueron conectados por el esófago en uno de esos chistes crueles de la naturaleza.

Alcohol, vertido por los dulces campos de mi boca brota como fuentes de almíbar que bailan entre mis dientes, burbujeantes y frías mariposas revolotean en mi paladar impregnadas de esa juguetona esencia. Delicia.

Pero no tardan mucho en caer a lugares inhóspitos, donde la bienvenida queda faltando. Se apagó la luz. Terminó la fiesta. Duró poco en esos instantes de placer al inicio del recorrido, pero así como la leche regada en la mesa debe gotear hacia la alfombra dibujando paisajes nubosos, así también la gravedad hace lo suyo y cae el pegajoso líquido a las remotidades sucesoras de la garganta.

Comienza entonces la batalla: La cabeza, con su explosión, se suma al lado del sistema digestivo, y juntos protestan a los labios su enamoramiento con el pico de la botella, su debilidad frente al dulce almíbar de la caña. Pancartas y gritos, huelgas y quejas. Las extremidades, ojos, cuello, se alínean contra la boca, se esconden en la trinchera esperando el momento oportuno para disparar quejas y achaques.

En esta guerra corporal de bandos divididos parece sólo quedar la piel acompañando a la boca en el equipo juguetón, que a pesar de no poder contrastar los ataques fervientes de sus vecinos, encuentra en la situación mucho humor y simpatía. Después de todo, sonríen pícaramente los labios...valió la pena.